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El archipiélago peruano

21. 02. 2019

El Comercio

La descentralización como medio para acercar el Estado a la población a fin de proveerle mejores servicios y voz en el gobierno es uno de los fracasos más grandes que ha sufrido el Perú en las últimas dos décadas. No se crearon los espacios complementarios y viables regionalmente que se planearon en un inicio, y peor aun, la manera atropellada, equivocada y desaprensiva en la que se puso en marcha todo el proceso ha contribuido a deteriorar la gobernabilidad, retardando con ello el desarrollo del país. A la vez, se ha generado un enorme espacio para el dispendio de los recursos presupuestales, y con esto oportunidades para el conflicto, la disgregación y la corrupción.

Hoy el Perú ha dejado de ser un país unitario de facto para convertirse en un archipiélago de 26 regiones en las que –paradójicamente– se practica el ‘centralismo en pequeño’ al mando de autoridades que, en su mayoría, no pertenecen a partidos nacionales orgánicos y fuertes, sino más bien a movimientos regionales que, con una facilidad sorprendente, se constituyen con el objetivo casi exclusivo de acceder al poder y sus beneficios. Estos movimientos se establecen sin los controles que se aplican a los partidos nacionales. Por su parte, la participación de los partidos nacionales se ha limitado, en muchos casos, a la de franquicias que otorgan el logo del partido a individuos o grupos con poder y dinero.

Los resultados, en términos de gestión de gobierno, han mostrado en demasiados casos ser desastrosos, con muchos gobernadores perseguidos por la justicia o encarcelados. Se ha generado en la población una creciente desconfianza y desprecio a la función pública. Además, la prohibición de la reelección inmediata ha privado a los ciudadanos de dar continuidad a la labor de los pocos gobernadores que mostraron diligencia, eficacia y honestidad en su gestión.

Contradictoriamente, toda esta situación no se origina en un mal diseño del proceso de descentralización. En realidad, las siete leyes que desarrollan el mandato constitucional de este son adecuadas. El penoso resultado que observamos es producto del incumplimiento de dichas leyes por parte de los gobiernos de Alejandro Toledo y Alan García. Un apresurado referéndum en el 2005 –convocado sin una campaña intensa de información a los ciudadanos– acabó con la posibilidad de crear verdaderas regiones que mejorasen la articulación del territorio, los servicios públicos, y aceleren el crecimiento. Este fue el triste origen de una ‘regionalización’ que solo cambió de nombre a los anteriores departamentos, únicamente disgregando el poder.

Posteriormente, se incumplió la ley al transferir masivamente las competencias del gobierno central a las regiones, desoyendo el mandato explícito de hacerlo por etapas y solo luego de haber certificado escrupulosamente que municipios y regiones pudiesen cumplir a cabalidad con cada una de las funciones que les eran transferidas. Peor aun, se sigue incumpliendo la Ley Orgánica del Poder Ejecutivo, en la que se dispone que son los ministerios y otras instancias del gobierno central los que deben actuar como entes rectores. Es decir, son estos entes rectores los que diseñan las políticas nacionales que deben cumplirse en todos los niveles de gobierno y que tienen, además, capacidad sancionadora y de vigilancia. Muchos de los dislates proferidos a diario por autoridades regionales y municipales –y muchas de sus decisiones– deberían ser corregidas por la autoridad central, y en muchos casos ser objeto de sanciones administrativas y hasta penales. Desafortunadamente, los encargados de estos entes –ministros y otros funcionarios del gobierno central– han abdicado clamorosamente a su función, ya sea por temor o por simple comodidad. Pensemos solamente en la autoridad que algunos gobernadores se arrogan sobre la disposición del agua o sobre los recursos del subsuelo. Pocos saben, por ejemplo, que en el sector minero los gobiernos regionales solo pueden tener injerencia en asuntos de minería artesanal y pequeña minería. Sin embargo, en este campo vemos a muchos gobernadores interfiriendo en grandes proyectos. En algunos casos estas intervenciones son comprensibles y de buena fe, pero en otros hemos visto actos dolosos que persiguen intereses políticos y económicos personales.

En un futuro cercano parece difícil adoptar una nueva regionalización más articulada y racional, con menos regiones y una mejor organización territorial. Sin embargo, con la legislación actual y quizá con la adición de unas pocas normas de menor rango se podría elevar enormemente la eficacia de los gobiernos subnacionales. Por ejemplo, creando modalidades que alienten la cooperación entre municipalidades y regiones para la mejor provisión de servicios públicos en agua y saneamiento, transporte, salud o educación. Estas tareas deben contar, además, con la asistencia de las oficinas de gestión de proyectos (PMO, por sus siglas en inglés). Estas y otras similares deberían ser medidas de urgente adopción si se quiere, al menos, aliviar los defectos más graves de la regionalización.

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