El peor de los controles es el emocional
Columna de Miguel Palomino, presidente del IPE, en La República
Cuando a las personas se les pregunta si prefieren el control de precios o los precios determinados por el mercado, una cuarta parte prefiere que, pese a toda la evidencia en contra acumulada en las últimas décadas, los decida una autoridad. Sin embargo, resulta alentador que casi tres de cada cuatro personas sepan que, por más nobles que sean sus fines, los controles de precios no funcionan y, por ello, prefieren que los precios sean determinados por el mercado.
A veces, cuando suceden cosas atípicas, como cuando se disparó la inflación por factores internacionales en el 2022, las personas pueden estar más preocupadas y responden algo más favorablemente a los controles de precio. Se trata de una respuesta más emocional que racional. Pero incluso en estos casos, si se da espacio para discutir el efecto de los controles de precios, en la mayoría de las personas vence la racionalidad (los controles de precios no funcionan) a la emoción (¡que pongan controles de precios!).
Pese a que la gran mayoría de personas no está de acuerdo con los controles de precios, les cuesta a veces entender que ciertas cosas que no lo parecen son controles de precios camuflados, con todos sus resultados predecibles. Así, cuando se pone un tope a la tasa de interés, por ejemplo, las personas a veces no reconocen que este es un control del precio del crédito, que resultará en el fortalecimiento de un mercado informal de crédito que actuará sin ninguna regulación (por ejemplo, nadie controlará la veracidad en la información, ni el cumplimiento del contrato, ni la legalidad de los mecanismos de cobro, etc.). Como siempre, el resultado real es el opuesto al fin noble que lo motivó, porque los controles de precios no funcionan.
Hay casos en los cuales una sociedad decide prohibir que un mercado funcione, como con la trata de personas o la venta de estupefacientes. Se opta, como es lógico, por el bienestar de muchos (la mayoría que no desea que se realice la actividad) por sobre el bienestar de unos pocos (los que sí desean la actividad). Los controles de precio no cumplen ningún rol en estos casos.
Existe, sin embargo, un curioso caso en que la sociedad decide poner un control de precio a un bien sumamente importante. Además, decide prohibir el funcionamiento del mercado en una serie de áreas estrechamente relacionadas, pero con el resultado de que los beneficiados serán una pequeña fracción de la población y los perjudicados, la gran mayoría. ¿Cómo puede suceder algo así?
Es un caso en que la emoción vence a la racionalidad. Se trata de algo tan cercano e importante para todos que no nos damos cuenta de que estamos prohibiendo el funcionamiento de algunos mercados ni lo percibimos como un control de precio. Es el caso de la Remuneración Mínima Vital (RMV) y toda una serie de “beneficios laborales” que sólo benefician a una pequeña y privilegiada fracción de los trabajadores.
Fijar una RMV es poner un control de precio en el mercado de trabajo. Puede gustarnos o no la idea, pero es un control de precio y fallará en la forma en que, predeciblemente, fallan los controles de precios. Asimismo, los “beneficios laborales”, como la estabilidad laboral, sólo lo son para una fracción de los trabajadores, mientras que la gran mayoría se ve claramente perjudicada al verse reducidas sus posibilidades de poder acceder a un empleo formal.
Sobre estos temas ya he hablado anteriormente en esta columna (“Tomates y empleo”, el 27 de julio del 2022, y “Remuneración y justicia social”, el 9 de agosto del 2023) y seguiré abordándolos porque, aunque son difíciles y hasta penosos de tratar, son temas muy importantes para nuestro país.
Veamos qué nos dice la economía sobre los controles de precios y veremos que la RMV objetivamente falla en todos los casos, como era predecible. La economía predice que, dado el control de precio, existirá un mercado informal muy activo en que se transe el bien en cuestión (el trabajo) y que no cumple con lo que manda la ley. La economía predice, además, que el tamaño del mercado informal será directamente proporcional a qué tan alejado de la realidad esté el precio controlado. El hecho es que la RMV y los “beneficios laborales” adscritos a la condición de empleo formal son tan elevados que aproximadamente tres cuartas partes del mercado laboral transcurre fuera de la legalidad.
Lo que sucede es que a todos nos toca un punto emocional al pensar en remuneraciones, sobre todo “mínimas”. ¿Qué clase de desalmado se pondría a pensar racionalmente cuando se trata de los más necesitados? No nos viene a la cabeza que la remuneración que más abunda en el Perú es bastante menor que la RMV, ni que la RMV no tendrá efecto alguno para cerca del 98 % de los trabajadores peruanos.
Usando a los países de la OCDE como guía, el equivalente a la RMV es poco más del 50 % de la mediana de la remuneración promedio del trabajador a tiempo completo. En el Perú, esta cifra es de aproximadamente 75 %. Cuanto más alta sea esta cifra, más interferirá con el adecuado funcionamiento del mercado de trabajo.
La RMV, además, se presta para un discurso fácil para políticos en busca de votos apelando a la emoción. ¿Cómo no apoyar a quien propone beneficios para “los trabajadores”? Casi nadie piensa que dichos beneficios involucran a solo una fracción privilegiada de los trabajadores. En las discusiones sobre la RMV, ¿están representados los trabajadores independientes o los de las miles de pequeñas empresas informales o incluso los de las grandes empresas formales no sindicalizadas? La respuesta es no. Sólo están representados menos del 2 % de trabajadores que, según cifras del Ministerio de Trabajo, están sindicalizados. Ellos no representan ni tienen en mente los intereses de la inmensa mayoría de los trabajadores. No los culpo, ellos representan sus intereses. Este es sólo otro caso más de una minoría organizada que es atendida mientras que la mayoría no organizada es abandonada.
Esta es nuestra realidad. Quizás estamos tan acostumbrados a ella que tendemos a aceptarla, o no lo hacemos, pero tampoco estamos dispuestos a tomar las decisiones que claramente serían beneficiosas para la gran mayoría de peruanos. Las soluciones a estos problemas son muy conocidas. La cuestión es tener la voluntad y el coraje político de emprenderlas.
Desde el punto de vista de la economía, la forma de lograr el progreso del Perú es sencilla: crear muchos empleos sostenibles a través de abundante inversión privada con un Estado que gaste sus crecientes recursos de manera eficiente, de modo que provea de servicios públicos y transferencias para la minoría menos afortunada.
Todo lo anterior es lograble en un Estado de derecho democrático. Pero esto requiere importantes transformaciones políticas que se irán tornando más difíciles de hacer conforme más tiempo tomemos en abordarlas.
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