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Columnas de opiniónPrensa

¿Insoluble informalidad?

22. 08. 2017

22 de agosto del 2017
Roberto Abusada Salah
El Comercio

“En el Perú se premia la informalidad y se castiga al formal”.

El Perú concluyó la década de 1980 con una de las peores hiperinflaciones de la historia monetaria mundial, producto de la aplicación de un esquema económico basado en la negación de las reglas básicas del prudente manejo macroeconómico. Algo muy similar se propuso treinta años después en “La gran transformación” que afortunadamente el ex presidente Humala se vio obligado a archivar para poder ganar las elecciones del 2011.

Irónicamente, quienes plantearon un camino al socialismo en los 80 terminaron destruyendo al Estado. La hiperinflación hizo que los recursos recaudados por el Gobierno descendieran a niveles inauditos (4% del PBI), insuficientes para cubrir la planilla pública y menos aun para brindar al ciudadano un nivel mínimo de servicios públicos.

Para sobrevivir los peruanos tuvieron que recurrir a todo género de actividades informales. Bienes y servicios públicos, como seguridad, transporte o electricidad, se convirtieron en responsabilidad del individuo (recordemos la proliferación de guachimanes, grupos electrógenos y combis). Así, de espaldas a ese remedo de Estado se produjo una explosión de informalidad. Se puede decir que gracias a la informalidad se evitó el total colapso del país.

Sin embargo, hoy esa informalidad es uno de los principales frenos del progreso, principalmente porque la productividad en esos millones de pequeñas empresas informales es muy minúscula en comparación con las empresas formales de mayor tamaño. El resultado es el deterioro de la productividad de toda la economía. Todos los países del mundo funcionan con algún grado de informalidad, pero, en el caso del Perú, este fenómeno alcanza niveles extremos: el 70% de la fuerza laboral es informal, mientras que, en países de la región (como Argentina, Chile o Uruguay), ese porcentaje es inferior al 20%.

El Gobierno se ha fijado correctamente ambiciosas metas de disminución de la informalidad, pero los avances hasta el momento son nulos. Ello se debe en parte a la caída en el ritmo de crecimiento. Sin embargo, una mirada más acuciosa a la estructura institucional de la economía peruana nos revela razones de sobra para explicar la anormalmente alta informalidad. Esas razones se pueden resumir en una sola: el costo de la formalidad supera con creces a los beneficios de ser formal, sobre todo si el informal tiene tan baja productividad.

Dos modelos empresariales conviven hoy en el Perú. Por un lado, el de las empresas muy pequeñas y, por el otro, el de grandes empresas. Las empresas medianas prácticamente no existen debido al indiscutible hecho de que una empresa de tamaño mediano no podría sobrevivir dedicando buena parte de su personal a lidiar con la maraña de trámites, requisitos y controles a los que está sujeta la producción de bienes y servicios en el Perú. Se opta luego por mantenerse al margen del Estado.

La cultura popular, alentada por los medios de comunicación, incorporó esta dicotomía informal-formal en la manera en que clasificamos a los responsables de crear riqueza: glorificamos al informal con el apelativo de ‘emprendedor’ y denostamos al grande y formal llamándolo ‘empresario’ (un término que en el Perú llega a tener cierta connotación peyorativa).

En su propósito por disminuir el grado de informalidad, el Gobierno ha considerado conocidas recetas: la creación de regímenes especiales para las pequeñas empresas, el subsidio al empleo formal juvenil, cortar el tiempo que toma establecer empresas formales, crear un seguro de desempleo. Pero no se atreve a echar mano a las dos más potentes armas para atacar el problema: quitar los impuestos a la formalidad y dejar de subsidiar a la informalidad. Sí, en el Perú se premia la informalidad y se castiga al formal.

Debemos, en primer lugar, facilitar el empleo y el despido de trabajadores. En segundo lugar, reformar de raíz el régimen de protección social desvinculándolo del empleo. En otras palabras, se requiere cambiar el artículo 27 de la Constitución o enmendar su errada interpretación por parte del Tribunal Constitucional, y hacer que la protección social sea un derecho de todo ciudadano independientemente de si está o no empleado.

No se trata de una propuesta inalcanzable. Quienes más han estudiado el problema de la informalidad tanto en el Perú como en otros países han recomendado la adopción de medidas muy similares, que además se aplican con éxito en otras latitudes. Sin embargo, su aplicación requiere de consensos políticos y liderazgo. Medidas como la completa reforma del Sistema Integral de Salud y Essalud resultan indispensables. Todo ciudadano debería tener acceso a una capa básica de servicios de salud, y todo peruano mayor de 70 años en condición de pobreza debería recibir una pequeña pensión.

 

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