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Las historias que nos contamos

21. 11. 2019

21 de noviembre del 2019
El Comercio

Columna de Diego Macera, Gerente del IPE, publicada en El Comercio.

Los humanos nos hicimos humanos contándonos historias. Alrededor de una fogata hace 20.000 años, o de niños en la cama con nuestros papás, nuestro cerebro está programado para recibir historias con héroes y villanos, con obstáculos y gloria, con magia, mitología y, a veces, una cuota de realidad salpicada entremedio.

En el Chile de las últimas semanas esta particularidad tan humana ha jugado un rol. Es muy difícil encontrar un solo indicador social u económico objetivo que pueda explicar, remotamente, el nivel de descontento y violencia que se alcanzó. Condicional a ser un país de ingresos medio-altos (y no un país de ingresos OCDE, realmente), ni la desigualdad, ni la movilidad social, ni las pensiones, ni la educación, ni la salud ni ninguna otra variable medible es particularmente mala en Chile o ha empeorado en los últimos años. Por el contrario, se trata –vale siempre la pena recordar– de la nación más exitosa de Latinoamérica en décadas. Mirando solo la economía y logros sociales, casi literalmente cualquier país de la región tenía más razones para la protesta que Chile. La explicación de la crisis no se puede buscar, pues, en variables objetivas.

Más bien, es el diseño y el control de la narrativa pública –la capacidad de contar una historia convincente– lo que ayudó más que cualquier estadística a incendiar la pradera. Aunque aún es temprano para sacar conclusiones decisivas de un fenómeno complejo, parece claro que las explicaciones se hallan más en terreno de lo subjetivo que en el terreno directo de la economía y la política pública. Por formación milenaria, las personas enganchamos con historias, no con estadísticas.

Cualquier buena historia necesita, por ejemplo, un villano. Así se fabricó un hombre de paja, un enemigo casi imaginario, llamado modelo neoliberal. Y aunque nadie pueda decir a ciencia cierta a qué nos referimos exactamente con eso, dónde está o cómo lo corregimos, igual se le atribuyeron un sinfín de males e injusticias. Un villano perfecto: no había necesidad de definirlo pero se ajustaba a las antipatías y problemas de cada quien.

Las historias también crean expectativas, y viceversa. Mientras el PBI chileno crecía a tasas altas y los ingresos subían acorde, las tensiones eran bajas. Pero llegada la desaceleración, y a pesar de las mejoras y el ensanchamiento de su clase media, los chilenos se vieron aún muy por debajo de sus pares en la OCDE, con salario mínimo y pensiones todavía parecidas a las de un país latinoamericano, alta desigualdad, y servicios públicos que emparejaban a Chile más con el Perú que con Dinamarca. La historia entonces no solo tenía ya un villano, sino que había ganado trama: había una traición en las expectativas.

A saber, no todo lo de Chile fue ficción y subjetividad. El país tenía motivos para el descontento. Abusos de empresas (el cártel del papel higiénico es un buen ejemplo), una clase dirigente apática y desconectada, tecnocracia complaciente, incapacidad en la gestión pública, entre otros, dieron fuerza y legitimidad a la protesta. Pero estas demandas justas eran atendibles dentro del sistema, a pesar de no tener soluciones fáciles –dentro o fuera de este–. Sin embargo, en vez de tratar cada punto como corresponde, la necesidad de la historia les dio un patrón, un orden, y, finalmente, una lógica interna forzada pero poderosa. Los problemas reales se mezclaron exitosamente con los que carecían de base, pero que ayudaban a la narrativa. Redes sociales, expectativas infladas, y grupos violentos organizados hicieron el resto. El guion fluyó tan bien que puso en jaque al país más sólido e institucional de la región.

Si esta tesis tiene alguna validez, la lección es triste pero obvia. En política, si la narrativa no lo es todo, lo es casi todo. Quien sea capaz de armar una historia que resuene con las emociones, expectativas y frustraciones de la gente puede prescindir de los hechos o usarlos a su antojo. Estas son las historias que nos contamos.
 
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