Mañana es tarde
23 de junio del 2018
El Comercio
Los indicadores de competitividad regional y nacional apuntan a la enorme tarea pendiente.
El camino hacia el desarrollo no es una carrera de 100 metros sino una maratón. Las naciones que alcanzan mejoras sustanciales en la calidad de vida de sus ciudadanos no lo hacen en ciclos de cinco años ni diez, sino a lo largo de varias décadas de esfuerzo sostenido y políticas sensatas. En ese proceso largo, complicado, lleno de baches y presiones, se hace en ocasiones fácil perder de vista que el combustible que hace posible el avance es la competitividad general del país.
Como se sabe, la competitividad es un concepto amplio y difícil de asir: abarca desde la fortaleza de las instituciones de un país hasta su mercado financiero, pasando por el estado de su infraestructura, su mercado laboral, sus niveles de salud y educación, entre varios otros asuntos que se combinan y complementan de diversas maneras. La extensión del concepto, sin embargo, no lo hace irrelevante, sino que pone en relieve que no hay una sola bala de plata que garantice el acceso al Primer Mundo.
A nivel nacional, esta semana se presentó el Índice de Competitividad Regional (Incore), del Instituto Peruano de Economía, que evalúa a las 24 regiones del país en función de 45 indicadores. Los resultados ponen data objetiva sobre una realidad ampliamente conocida: a saber, que la diferencia en cuanto a oportunidades de desarrollo entre las regiones del Perú es aún enorme. Mientras que Lima y los departamentos de la costa sur lideran el país en términos de acceso a servicios y facilidades para hacer negocios (algunos de sus indicadores son similares a los que se pueden encontrar en países desarrollados), en regiones como Cajamarca, Puno o Loreto las capacidades productivas están seriamente limitadas. Por ejemplo, si en Lima el porcentaje de hogares con Internet es de 52,1%, en Ayacucho es de 5,7%; si en Arequipa se puede encontrar a 39,5 médicos por cada 10.000 habitantes, en Cajamarca son 5 médicos por cada 10.000 habitantes. Esta es consistentemente –a través de tantos indicadores– la imagen del país.
Las diferencias hablan de un pacto social todavía incumplido, de un acuerdo incompleto entre, por un lado, un Estado que garantice oportunidades similares para sus ciudadanos independientemente de su lugar de nacimiento, y, por otro lado, una población que cumpla con responsabilidad sus deberes ciudadanos, entre ellos el pago de tributos y el respeto a la ley. No hay competitividad, productividad, ni desarrollo posible sin estas condiciones.
La medición regional se debe complementar, además, con una mirada internacional. Para cualquier región, tener un indicador por debajo del promedio nacional en un país que ya está por debajo del promedio internacional en ese mismo indicador debe ser motivo de especial preocupación. El pilar institucional, en este aspecto, debe llamar la atención. Según el Foro Económico Mundial, el Perú está en el puesto 116 entre 137 naciones evaluadas en cuanto a fortaleza institucional, y con responsabilidad compartida: instituciones públicas en el puesto 123 e instituciones privadas en el 91. A nivel nacional, Áncash ocupa el último puesto del pilar institucional entre las regiones, principalmente por su bajo nivel de inversión pública, sus conflictos sociales, y la pésima percepción de la calidad de su gestión pública. Ser una región poco competitiva de un país poco competitivo debe llamar, por lo menos, a una profunda reflexión.
En la medida en que la agenda de mediano y largo plazo no empiece a imponerse sobre el debate político estéril del día a día, encontrar consensos y fuerza suficiente para avanzar cualquier reforma a favor de la competitividad será imposible. En este aspecto, quien no avanza, retrocede. Y si no empezamos a tomar el asunto con mayor seriedad, en algunos pocos años podría ser ya demasiado tarde.
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